RAFAEL J. ÁLVAREZ
Cenicero. Móvil. Cable. Tenedor. Cigarro. Las querellas de comisaría,
las sentencias de la Justicia y las palabras íntimas de las terapias
están llenas de sustantivos aparentemente inocentes. Cinturón. Bandeja.
Zapato. Sartén. Paraguas. Fregona. Sin embargo, son obuses de maltratador, instrumentos de su poder volando contra las mujeres, cosas culpables. ELMUNDO ha rastreado con psicólogas y abogadas de centros de recuperación un centenar de denuncias, autos judiciales y casos en los que los agresores han usado como armas los objetos cotidianos de nuestras vidas, lo que demuestra el pegamento de la violencia machista
en la sociedad.Portafotos. Libro. Mesa. Mano. Llavero. Agenda. Todo es
material doméstico convertido en fuego enemigo, el colmo de la
indefensión de las víctimas, que pisan un territorio de minas donde
creían tener un hogar.
«La casa deja de ser un lugar de seguridad», dicen las expertas que trabajan en la rehabilitación de las mujeres
azotadas por fuera y por dentro. En medio de la costumbre de su ira,
los violentos tiran de lo que tienen a mano o de lo que han planeado,
látigos tan básicos como los dedos en la garganta o tan sofisticados
como el agua fría que hiela sin dejar huella.
Percha. Toalla. Bolígrafo. Mando de la tele. Manzana. Taza. Cordón.
Varios de los nombres y los lugares citados en esta investigación están
cambiados por motivos de seguridad, ya que determinados casos permanecen
sub júdice y en la mayoría de ellos los agresores siguen en libertad, hombres buscando venganza contra las mujeres a las que dicen haber amado.
Algunas identidades son falsas, pero todas las historias son tan
ciertas como las cosas que se tocan. Vaso. Cuchillo. Jarrón. Silla.
Plancha. Bote de Coca-Cola...
Arantxa, Sara, Paula, María, Sonia...
El hombre se enfadó, escupió algunos insultos y de repente vio el
paraguas apoyado en la pared. Lo cogió y empezó a azotar a su mujer
mientras ella se protegía la cabeza de aquel granizo de golpes. En medio
de la tortura, el paraguas se rompió. «Ella recuerda que a partir de
ahí fue más doloroso aun, porque del paraguas sólo quedaban las
varillas...».
La memoria histórica de Arantxa es una cicatriz en el brazo, un surco en su carne como de cuneta, el recuerdo de las fosas del maltrato. El día que huyó de su verdugo salvó el pellejo y hoy es una mujer sobrevivida, equipada con la fortaleza de sus compañeras y de las profesionales de uno de los centros de recuperación de mujeres víctimas de violencia de género salpicados por España.
La denuncia de Sara narra que en el atardecer del 3 de mayo de este
año, Luis llegó a su casa de Madrid y se la encontró acostada en la
cama. Le ordenó que se levantara para que le hiciera la cena, ella se
negó y él empezó a insultarla. Como Sara insistía en desobedecerle, Luis
amplió la agresión a los golpes, los tirones y los puñetazos.
Y en el fragor de su poder cogió la plancha apoyada en la tabla de la
habitación y se la lanzó a Sara apuntándole a la cabeza. El parte de
lesiones desvela la abrasión y la herida de Sara cerca de la frente,
pero no la erosión de su ánimo y su autoestima, ese planchazo final a
seis años de palizas que algún día la habían llevado hasta el oxígeno de
La Paz.
Igual Sara no se siente tan sola cuando sepa lo que le pasó a Paula
aquel día de 2012 en que a su novio le pareció mal que fumara. El
hombre, miembro de las Fuerzas de Seguridad del Estado,
le arrancó el pitillo de los dedos y se lo estampó en la boca
arrasándole los labios y la lengua ante el espanto de los niños en su
casa de Sevilla. Unido a un pasado de años de bofetadas y humillaciones, aquel incendio le valió al servidor del Estado una orden de alejamiento.
El martillo y los dedos
O la desventura sorda de María una tarde de noviembre de 2013 en Galicia. Sin venir a cuento, Antonio la acusó de tener sexo con otros hombres
y le dio igual las veces que ella lo negara. La cogió por el cuello, la
tiró al suelo y la golpeó sujetándole la cara con su rodilla. Antonio
había estado haciendo unas chapuzas y tenía cerca la caja de
herramientas. Se apartó un instante de María, cogió el martillo, volvió a su presa y le golpeó los dedos como si cada impacto fuera un clavo de su poder.
«Todo tiene que ver con la dominación. Los objetos son sólo los
instrumentos del poder, la manifestación física de lo que los
maltratadores piensan. Se sienten dueños de las mujeres
y cuando ellas les discuten esa estructura mental, reaccionan. Y usan
lo que tienen a mano o lo que saben que les causa miedo, como los
cuchillos, uno de los clásicos».
Habla una psicóloga especializada en violencia de género que trabaja en un centro de rehabilitación integral
instalado en un lugar oculto de una comunidad autónoma española. Desde
hace dos décadas, por allí han pasado miles de víctimas, y las
psicólogas que las ayudan saben de qué está hecho el arsenal casero de
la violencia. «Ellos usan cables para ahogarlas o azotarlas, les tiran móviles, mandos de la tele, perchas, bandejas, vasos, sillas...
Todo lo que está encima de la mesa es susceptible de serles arrojado.
Les golpean o aprisionan la cabeza contra la pared. Les acercan la cara a
la sartén con aceite hirviendo. Usan los propios collares de las
mujeres para apretarles el cuello... La lista es interminable».
En ese centro volvió a la vida Manoli, que fue valiente para contar
un historial de años llenos de torturas. Por ejemplo, la de una tarde en
que Juan llegó a casa y al saber que ella había estado unas horas fuera
la acusó de haberse acostado con otro. O, para ser exactos, con otros: «¡Puta, que te tiras a todo el barrio. Te voy a matar!».
La empezó a golpear y la arrastró por el pelo hasta la cocina. Allí,
entre insultos y zarandeos, el tipo arrancó el alargador del cable de la
tostadora, se lo anudó a su propia mano y comenzó a azotar a la mujer
por el lado del enchufe. Ella se acurrucó para proteger su cabeza, pero
no pudo evitar las heridas y los moratones de los brazos y la espalda. Las amenazas de él y el miedo de ella completaron la violencia para que los días fueran borrando las huellas de su hazaña.
Le acercó la cara a la sartén incandescente
La psicóloga de otro centro especializado en violencia machista,
también oculto, en una provincia del sur de España explica por qué ser
víctima de las cosas cotidianas es tan devastador. «La casa deja de ser
el lugar de seguridad para convertirse en otro lleno de objetos que
antes eran nuestros y ahora son armas en manos del maltratador. A veces,
ante la inminencia de una nueva agresión, las mujeres miran de reojo a
su alrededor y algunas esconden cosas como ceniceros o figuras de
adorno. O, como están acostumbradas a que las empujen y las tiren,
llegan a colocarse en el lugar de la agresión
procurando que no haya nada al lado contra lo que chocar, como mesas,
sillas o incluso estufas, que son objetos contra los que han sido
lanzadas otras veces y les han hecho daño».
En abril de 2013, en una ciudad de Aragón, el juez ordenó protección para Sonia y alejamiento
para Pedro después de oír cómo eran sus vidas. Él no la dejaba salir si
no era con él, oteaba su móvil cada día, la llamaba desde donde fuera y
le demostraba, puertas adentro, quién mandaba en casa. Los golpes de un
día llegaron con fotos hasta la comisaría, pero lo que no tenía
imágenes eran las violaciones de cada noche ni la
mañana en que el hombre, con ese amor que demuestran los celos, agarró a
Sonia por la cabeza, se la llevó hasta la cocina y le acercó la cara a la sartén incandescente
hasta que ella sintió venir la muerte o el espanto de una vida
desfigurada para los restos. Por fortuna, se pudo escabullir y hoy a
Sonia sólo le arde dentro el volcán de la memoria.
En marzo de este año, la denuncia de Laura describe cómo su marido eligió un machete de cortar carne para completar sus minutos de agresión en la casa de Logroño y
en octubre del año pasado, la de Carmen relata una vida llena de
objetos voladores bien identificados contra ella: teléfonos móviles,
bolsos... y botes de Coca- Cola.
La violencia de género es tan machista que hasta el
cubo de fregar es una agresión dentro de la agresión. Debió ser la
culminación de las ideas de Fernando la tarde en que tras un puñado de
insultos y empujones cogió el cubo que Alicia había usado para fregar la
casa y se lo vació entero sobre el cuerpo. La denuncia vomita que el hombre tiró al suelo a la mujer y la tuvo allí, empapada y triste, «hasta que le pidió perdón al agresor».
A veces las mujeres poseen cosas que se vuelven contra ellas, el colmo de la indefensión y el miedo. «Los maltratadores
suelen utilizar los colgantes o las gargantillas de las mujeres para
apretarles el cuello. Cuando nosotras estamos en contacto con ellas
antes de que ingresen en el centro, les solemos decir que se los quiten,
que no los lleven puestos», dice una psicóloga. Pero hay objetos que no
se pueden quitar, que sirven para ir por la vida. «Es habitual que los agresores
azoten o golpeen a la mujer con los zapatos de tacón. Les parece mal
cómo van vestidas, las tachan de putas, las obligan a cambiarse de ropa y
cuando ellas se quitan los zapatos, ellos los usan como instrumento de
agresión».
Los cuchillos y los cinturones son unos «clásicos» del maltrato,
según las psicólogas y abogadas que han participado con ELMUNDO en este
rastreo. «Cuando ellos las azotan con el cinturón se aseguran de darles
con la parte de la hebilla. Eso es muy típico. Los cuchillos pueden ser
una agresión o una amenaza. En nuestro centro, al comienzo del programa de recuperación,
algunas mujeres no entran en la cocina porque les impresiona la visión
del cajón de los cuchillos. Y algunas de ellas nos cuentan que en su
casa llegaban a esconderlos».
Privación de sueño y conducción temeraria
Hay otras violencias sin cosas pero tan cotidianas que sólo se
entienden desde la víctima. «La conducción temeraria y la privación de
sueño son habituales. Ellos se enfadan y empiezan a correr. Por
supuesto, conducen ellos. Aceleran, frenan bruscamente y vuelven a
correr mientras ellas les ruegan que paren, muchas veces con los niños
detrás. Y hay muchos casos de tortura durante la noche. Ellas se niegan a
mantener relaciones sexuales y ellos golpean la pared
durante horas, pum, pum, pum. Hacen ruidos, se mueven en la cama... '¿Te
estás durmiendo? Pues jódete'. Y pasan horas evitando que la mujer
descanse».
Eso le pasó a Olga, según la denuncia que interpuso el año pasado en un juzgado de Madrid.
Tras una vida de maltrato, relató cómo las noches que ella no accedía a
tener sexo con su marido, él «golpeaba la pared y la mesita de noche
encendía las luces y la zarandeaba» cuando advertía que ella abrazaba un
instante de sueño. Violencia sin cosas.O sí: coches y camas.
Y el arma por excelencia:la palabra. «La humillación, el insulto, el menosprecio, la ridiculización, la acusación, la duda y la amenaza son las heridas que más tardan en curar», dicen las psicólogas que tanto saben de las inocentes. «Aquí, en terapia,
está la verdad desnuda, la que sale mucho después de la prisa y los
nervios de la denuncia, la más completa. Quienes dicen que las víctimas de violencia machista
denuncian para obtener algo deberían saber que la verdad que sale aquí,
en la terapia, es mucho más dura aun que la que se denunció».
Cuando llevaba un rato de paliza, Antonio empujó a Lucía a la ducha y
la empapó de chorros helados y fuertes, ajeno a las súplicas y el
pavor. Luego la sacó de la bañera y la cogió por la melena arrastrándola
camino de la cocina. Y allí, entre golpes y gritos,
abrió la parte inferior de la nevera y le metió la cabeza en el
congelador hasta que el pelo de Lucía, tintineado de escarcha, empezó a
endurecerse...