Esa orden de alejamiento es una medida que podría valer para cualquier ser humano supercivilizado, porque no coloca a tu alrededor una malla eléctrica que lo fríe si la cruza ni un cordón de mozos armados para la defensa. Es una imposición oral que confía en la buena disposición del castigado. En su obediencia. Confía en la buena disposición y la obediencia de un castigado que ha sido capaz de meterte la cabeza en la taza del váter hasta dejarte morada, que te ha quemado el vientre con cigarrillos o que te ha pateado los riñones hasta la sangre.
Que me perdonen los legisladores y la gente de buena voluntad, pero yo soy un ser humano que no cree a ciegas en las recetas de los médicos, ni en las firmas de los notarios, ni en la función social de los bancos, ni en la ONU, ni en la intervención humanitaria del ejército. Yo soy un ser humano libre de creer o no en las normas y consignas que rigen mi vida aquí y ahora. De entre ellas, la orden de alejamiento me parece las más siniestra.
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