María del Pilar Coll Torrente, abogada española, misionera laica y fundadora de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de Perú en 1987 —en la época más cruda de la violencia en el país andino—, murió el sábado por la mañana en Lima de un infarto a los 83 años.
Nacida en Huesca, sufrió la Guerra Civil española. Siendo una niña, su padre y otros 14 familiares más fueron asesinados. “Eso cambió totalmente nuestra vida; la mía y la de mis hermanos mayores. Tuvimos una infancia dura en cuanto a circunstancias, aunque rica en lo que se refiere a afecto pero me marcó para opciones posteriores”, contó la misionera en 2008 en un documental de la televisión pública.
Coll fue una de las primeras españolas formadas en Derecho Civil, carrera que estudió en Barcelona a pesar de las dificultades que imponía la distancia, lo que no fue obstáculo para ella, como demostró más tarde, en 1967, cuando llegó a Perú como misionera seglar, donde trabajó 10 años en la ciudad de Trujillo como maestra.
Posteriormente se desplazó a Lima para formar parte del equipo pastoral de la parroquia Virgen de Nazaret en El Agustino. Allí, además, creó la comisión de derechos humanos.
La misionera fue pionera en la defensa de los derechos humanos en Perú, primero desde la Comisión Episcopal de Acción Social, y posteriormente, de 1987 a 1992, como primera secretaria ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, una entidad que reunía a una treintena de organizaciones de la sociedad civil que ayudaba a investigar muertes, desapariciones y torturas causadas tanto por el terrorismo de Sendero Luminoso como por las acciones antisubversivas de la policía y las Fuerzas Armadas.
Sin embargo, el rasgo que más ha identificado a la incansable activista en las dos últimas décadas ha sido su dedicación a la pastoral carcelaria, primero en la prisión de hombres de Castro Castro y luego en la de mujeres de Chorrillos, en la capital peruana. Visitaba la cárcel todos los martes y jueves. No solo se ganó el respeto de todo tipo de prisioneras, sino un gran cariño expresado en pinturas, collages, y manualidades con las que la abrumaban en su cumpleaños.
La letrada desplegaba en cada acto elegancia, sencillez, coherencia y firmeza.
La ministra de Justicia de Perú, Eda Rivas, ha destacado que la recordará siempre por la sonrisa que tenía para todos. Otros, como el defensor del pueblo, Eduardo Vega —que fue su asistente en la década de los ochenta—, destacó la aportación de una labor que no fue totalmente comprendida en aquel tiempo, dado que ella luchaba por los derechos de todos. “Es un ejemplo; más ahora, cuando se necesita tolerancia”, añadió.
En 2008 recibió la Medalla de la Defensoría del Pueblo por “su labor destacada en la defensa y promoción de los derechos humanos y del orden constitucional en Perú”. Esa fue, quizá, la distinción que simbolizó la autoridad moral que la comunidad peruana dedicada a la defensa de los derechos humanos veía en ella.
España, por su parte, la distinguió en dos ocasiones: en 1990 recibió el Premio Internacional de la Asociación Pro Derechos Humanos y en 1992 el lazo de dama de la Orden de Isabel La Católica otorgada por el Rey.
También trabajó como investigadora en el Instituto Bartolomé de las Casas, creado por uno de los fundadores de la teología de la liberación, el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez. Cuando tuvo noticia de su fallecimiento, Gutiérrez destacó que “sus compromisos la colocaron en un lugar peligroso. Su vida ha sido un testimonio de fidelidad a los más pobres e insignificantes de nuestro país, por su incansable lucha por la justicia y su honda convicción de la dignidad del ser humano”.
Además de seguir colaborando voluntariamente desde 2001 con el Instituto Bartolomé de las Casas hasta su muerte, fue integrante, desde 2007, de un consejo ad honorem que elabora el Registro Único de Víctimas, el censo oficial de quienes deben recibir una compensación del Estado por haber sufrido la violencia del conflicto armado entre 1980 y 2000.
Fuente El País
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